El asno Zamorano-Leonés, un vecino más en Villalcampo (Zamora)
Villalcampo (Zamora) alberga un museo etnográfico vivo gracias a los 80 asnos de la Raza Zamorano-Leonesa que trabajan el campo.
«¡Ven, maja ven!», exclama Adolfo a la ‘Pinga’ para que se cuadre recta, mientras sujeta con fuerza la mancera del antiguo arado de hierro y madera. De ello depende que los surcos en la cortina de La Asomada, en Villalcampo (Zamora), concluyan como una vela y poder producir las patatas nuevas de este año, que ya van tarde en el 19 de mayo a causa de las continuadas lluvias. Su hijo ‘Geli’, tras colocar el yugo al cuello de ‘Pinga’ y ‘Bonita’ y enganchar el apero con el ramalillo, dirige a las dos hembras de la Raza Asnal Zamorano-Leonesa tirando de una cadena. El rechino del roce del cuero con la madera, en cada movimiento de las «burras», traslada de golpe a tiempos pretéritos, a un museo etnográfico vivo, al aire libre. Manuela, la ágil madre, siembra los tubérculos de forma manual, de una en una, arrojando las semillas al surco que después se taparán, según recoge iLeón en su web.
«El trabajo con burro no debería desaparecer», acierta a decir Adolfo Garzón. Cuenta con 80 años y defiende a ultranza este formato de trabajo. En una impecable escena familiar, el paisaje retrotrae varias décadas al campo español, una imagen que aporta un nostálgico elemento de una forma de agricultura a mínima escala a punto de perderse.
Villalcampo, junto a Ricobayo, es ejemplo de trabajo y mantenimiento de una Raza en peligro de extinción. Aún sobreviven unas 80 cabezas y casi todas labran el huerto, principalmente para la siembra de patatas. Hasta el momento, los burros se entienden con el tractor. «Yo no estoy en contra, pero lo que está claro es que la tierra no queda igual», explica. Para entender la defensa de Adolfo hay que trasladarse en el tiempo, a 1936, año de inicio de la Guerra Civil, cuando la localidad alumbró a este trabajador insaciable. «Así es como se hacía antes, en la posguerra, y queremos mantenerlo. Porque hemos vivido momentos muy duros», asevera, mientras se desviste un jersey de lana y se descamisa, ofreciendo su pecho al sol, bajo los 25 grados primaverales que dominan la Tierra de Aliste.
El trato de este campesino con sus asnos es ejemplar. «Las adora, las quiere mucho», salta su mujer, Manuela, siete años menor que él, una señora auténtica, del lugar, que lleva una de las dos riendas de la casa con una naturalidad y flexibilidad envidiable. Antes tenían vacas Alistanas, pero las vendieron.
La etnografía que defiende la familia de Adolfo, casi sin saberlo, no se ciñe únicamente a las burros, seis en total: ‘Noa’, ‘Noia’, ‘Morena’ y ‘Zamorana’, además de las dos que más trabajan. Su lenguaje, su forma de expresarse, su incansable acogida y entender al prójimo como alguien al que tratar siempre bien les define. Su forma de ser, en definitiva. «Cuando terminemos damos un bocado», augura Manuela, quien así llama a un típico almuerzo. Muestra una bolsa de plástico de una conocida marca de supermercados. En ella se esconde un ristra de chorizo, una botella de vino rosado casero, elaborado por ellos mismos fruto de sus viñas, y un trozo de jamón con tocino. «A mí lo que me gusta es esto. Me ha permitido llegar a 80 años», subraya, mientras enseña la grasa blanca agarrada a una navaja.
La mujer ha dejado «tres garbanzos echados en la cazuela» para cuando terminen la jornada y no hacer la comida al llegar a casa. Manuela se casó joven. Se quedó huérfana y Adolfo «se apregonó» con ella, como así le llama a pedir compromiso. Mientras ella narra parte de su «dura vida», a lo lejos se escucha la voz de él, siempre con cariño hacia su esposa: «¡Vete tirando las patatas que vamos con las burras!», le espeta. Ella se afana para que los dos hombres, con la ayuda de los dos asnos, tapen el surco. «Lo hacemos porque hay que hacerlo, pero no creo que esto dé nada porque el terreno está muy pesado y la patata es muy señorita. Y además es tarde», rechina con pesimismo.
Pocos en la comarca son tan expertos en el Asno Zamorano-Leonés como lo es Adolfo Garzón. Tanto que se le puede ver en un vídeo informativo en la casa del parque de Fermoselle hablando sobre este animal y sobre aves. «¿Ha ido? Tienes que ir», recomienda, sin esperar la respuesta. Dicen que hay personas que saben hacer varias cosas a la vez. Seguro que es cierto. Pero Adolfo las mezcla sin posibilidad de confusión. Mientras dirige el arado detrás de las burras, con una vara en una mano y la otra agarrada a la mancera, susurra a los animales y les anima, aunque alguna bronca también se llevan, como su hijo Ángel. «‘¡Geli’, muévete a la derecha que la burra va pisando por el bajo!», exclama con un veloz ritmo de palabra que dificulta el entendimiento. El amor de los padres hacia él es máximo, como cualquiera, pero hay un plus. Es hijo único y hace unos años sufrió una enfermedad. Por fortuna, recalcan sus progenitores, lo superó. «Está hecho de algo especial», remarca Adolfo.
«Pero mira lo que te digo», prosigue sin soltar el arado. «Las burras muy bien, pero este que te habla, cuando hizo la mili, fue llamado a participar en algo que te marca para toda la vida». En 1959, Adolfo fue ordenado acudir a ayudar casi al momento, junto a compañeros militares, a la catástrofe de Ribadelago, en la alta Sanabria. «Yo salvé a varios, pero también vi muertos», lamenta con pena, mientras se retira la boina, como si fuera un gesto de respeto, casi por inercia. Un complemento de vestir que, por cierto, compra en Zamora en la misma tienda desde hace muchos años y que, a pesar del agobiante calor que azota Villalcampo a mediados de mayo, Adolfo no se quita.
Durante un pequeño descanso que otorga a las burras, Adolfo se sincera: «La agricultura tenían que hacerla los jóvenes. Deberían apoyar eso, para que España no dejara de ser España. Porque la agricultura es tradición, pero es el porvenir, es la economía». Y aunque admite que utiliza el tractor, un antiguo John Deere que adquirió de segunda mano hace ya 20 años, a él le gusta sacar a los asnos. «El tractor no ara bien porque encalca el terreno. Pero tampoco vamos a ir para atrás, hay que entenderlo», desliza dejando caer su franca voz, mirando al horizonte y sentado en una gran piedra ubicada entre una escoba de flora amarilla y una encina centenaria, flora a la que reconoce su admiración.
Eso sí, aclara que «recogía más pan con las vacas que con el tractor». «Es una máquina muy buena eh, no pienses que no estoy a favor. Pero si no le echas combustible no se menea, y las burras sí. Me gusta más la de segar, la cosechadora, esa sí que ha quitado trabajo», ensalza. Envalentonado, asegura que le gustaría «una competición en el campo» entre los que tienen 80 años y los de 60. «Yo les ganaba seguro», dice entre risas. En varias ocasiones, repite la expresión ‘dicen los viejos del lugar’, quizá sin darse cuenta de que él ya es uno de ellos, uno de los sabios, o quizá sintiéndose aquel niño que asegura recordar a diario, cuando aún no conocía a Manuela, pata básica en su vida.
Es en este momento en el que se acrecienta su amor por su esposa. «Es una gran mujer. No hay nadie igual que ella en Europa a la hora de segar con la guadaña», define de forma lacónica. Ella, que le escucha, presume de estado de salud con una ironía: «O me mato yo o no me muero».
Fuente: iLeón
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!